¿A dónde vas tan apurado?


Abre la cartera. Cierra la cartera. Abre un bolsillito de afuera y saca dos monedas. Vuelve a meter las monedas. Se saca y se pone los anteojos. Frunce el ceño como ensayando la cara que le pondrá al jefe cuando la descubra llegando tarde. Está inquieta. Se acurruca sobre su propia falda como si tuviera un cólico intestinal, pero lo hace de los nervios, de inquieta nomás. Saca el diario de abajo de su culo y lo dobla en cuatro, se lo mete en la cartera. Se saca los anteojos, los mete en la cartera. No ve nada, se achina. Pasan unos segundos más y se da cuenta que con los anteojos ve mejor, se los pone de nuevo, se relaja.

Mientras tanto la que está sentada al lado, más tranquila, parece que tiene la vida un poco más resuelta que nosotros. Escucha en sus auriculares algo que además tararea. Mira para todos lados con cierta frescura, como si no le importara nada. Su cara es redonda, aunque sus pelos rectos le caen por los bordes de los cachetes como hojas A4, no sé, parece una carpa. Algo adentro mío describe lo que ellas van haciendo. No se puede vivir siempre conectado a la nada, a veces hay que apagar el celular.

Por suerte y gracias a Dios que tengo un hermano que me dice y me pregunta a dónde creo que voy tan apurado, a dónde quiero llegar tan apurado. Yo me sonrío y me emociono, porque comiendo pizza en un mediodía del microcentro lluvioso, Dios me habla y me dice también a dónde creo que voy tan apurado. “A ningún lugar, si no voy a ti Señor” le digo.

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